Tampoco en Estados Unidos todos los gatos son negros

Tampoco en Estados Unidos todos los gatos son negros

Tengo ante los ojos la terrible brutalidad de la policia estadounidense contra los emigrantes haitianos.

No tiene perdón.

No tengo grandes simpatías por el imperio, pero pienso que esa carga de la policia no resuma toda la realidad de Estados Unidos y que Biden no sea lo mismo que Trump.

Almenos hasta ahora.

En Estados Unidos, ningún progresista considera Biden o los integrantes de su equipo como parte de ellos y crítican cotidianamente el gobierno, desde el manejo de la migración a la continuidad de las guerras, de la política arrogante, mediocre, imperialiticamente torpe hacia América Latina y el Medio Oriente, a la política exterior no disímil de  la practicada por Trump.

Pero no se limitan a criticar el gobierno.

Han impuesto un giro anti-neoliberal mediante un paquete de reformas económicas y sociales que, según Bernie Sanders son, potencialmente las mayores desde el New Deal.

La agenda nacional en discusión en el Congreso estadounidense incluye diversos temas de los cuales no se halla rastros en buena parte del mundo: justicia económica, reforma migratoria (que incluye vías para legalizar 11 millones de indocumentados), salario digno y derechos laborales, cambio climático y fin de los subsidios a la industria de hidrocarburos, rescate de las conquistas sociales de hace medio siglo en derechos civiles, derechos de las mujeres, de los indígenas, de la comunidad LBTG, control de las armas de fuego, impunidad de las autoridades policiacas y defensa de la libertad de la prensa (que involucra la defensa de Assange y Snowden, entre otros).

Sugiero, a progresistas y revolucionarios de otras zonas del mundo, revisar estos temas, analizar las proposiciones concretas y cotejarlas con las que presentan sus respectivas izquierdas. Me temo que podrían tener algunas sorpresas desagradables.

Por cuanto me toca, pienso que no reconocer la existencia de estas luchas significa adoptar una visión distorsionada e incompleta que descarta potenciales aliados regalándolos a los enemigos comunes.

Lo más importante de la última elección presidencial estadounidense no fue el triunfo de Biden  sino la derrota de un proyecto neofascista.

En esa derrota jugó un rol clave el mosaico de movimientos y actores progresistas estadounidenses.

Pero su victoria no resolvio el problema: la izquierda advierte diariamente sobre el peligro para la democracia una derecha que -elevada a un nivel sin precedente por el triunfo de Trump de hace cinco años- está dispuesta a destruir el orden constitucional para imponerse.

Basta revisar la actividad de la derecha tendiente a limitar el voto de las minorías y de los sectores más pobres del país, para que dicho peligro resulte evidente.

Siendo comunes, se supone, la lucha contra la vieja guardia neoliberal y una derecha populista de corte fascista, requieren de la solidaridad y del mutuo reconocimiento entre los que defienden la dignidad humana y se atreven en soñar con la posibilidad de otro mundo.

Entiendo que reducir el análisis a los lugares comunes sea más fácil y menos fatigoso.

Pero es estúpido e injusto.

Joe Biden ha presentado al Congreso un proyecto de aumento de los impuestos para los más ricos que busca revertir los radicales recortes fiscales impulsados por Donald Trump: quienes ganan más de 400 mil dólares al año deberan pagar una tasa impositiva de 39,6%, la misma que existía durante la presidencia del republicano George W. Bush (2001-2009).

El proyecto ha sido detenido hasta ahora por la minoría republicana en ambas cámaras. De aprobarse, pondría fin a cuatro décadas de profundización de un sistema impositivo regresivo y sumamente favorable al 1% más rico.

En la década de 1950, este 1% pagaba hasta 92% de impuestos sobre sus ingresos personales.

Hoy paga el 23%, una tasa menor a la vigente para el 50% más pobre de la población.

Además, el sistema fiscal está diseñado para permitir que los millonarios evadan legalmente.

Entre 2014 y 2018, las 25 personas más ricas abonaron una tasa efectiva de impuestos de 3,4% sobre sus ganancias.

En 2020, el 55% de las grandes empresas pagó cero impuestos federales.

Algunos de estos Tios Ricos no han pagado ni siquiera un centavo al fisco durante los últimos 15 años.

Y no pocas entre las 500 empresas más grandes obtuvieron rembolsos por miles de millones de dólares del gobierno federal.

El debate estadounidense se centra en el crecimiento exponencial de la desigualdad que ha acompañado la implementación de un modelo fiscal basado en el dogma neoliberal según el cual, al disminuir los impuestos a los dueños de grandes capitales, éstos invertirán su riqueza y detonarán el crecimiento económico y la creación de empleos.

Me permito de hacer notar que este debate no existe ni siquiera en la mayor parte de las universidades europeas.

El consenso neoliberal se ha erosionado porque es incontestable que esta visión sea sólo un mito difundido por académicos e instituciones, todos financiados por las élites.

De hecho, la mayoría de la población estadunidense repudia hoy día el hecho que empresas y ricos no paguen su parte en impuestos.

Este viraje no es solo producto del trabajo de la izquierda y ni siquiera del desastre social y humano que ha dejado tras de sí el neoliberalismo.

Se ha acelerado con la pandemia porque, mientras millones de personas perdieron sus empleos y experimentaron una pérdida sustancial en su calidad de vida, los 719 estadunidenses con fortunas superiores a mil millones de dólares vieron su riqueza incrementarse en 55%.

Sí el debate no existe en otras realidades será, presumo, porque no existe la pandemia o porque no existen los ricos y/o las desigualdades sociales.

Este debate se ha reflejado, por ejemplo, en el acuerdo del G-20 del julio 2021: crear un impuesto global mínimo a las empresas multinacionales que permitirá recaudar 150 mil millones de dólares anuales de las 10 mil grandes compañías cuya facturación supera 890 millones de dólares.

Naturalmente, es posible que haya sido producto de la supercapacidad de convicción de macrodragones dotados de superpoderes.

Al menos de este vicio, la flojera es madre.

En Europa y en América Latina no se han anunciado aumentos de impuestos para los más ricos hasta ahora.

Por estos lados, sí algún incauto político menciona el tema le cae encima la guillotina de la “ciencia económica”, ectoplasma inventado por los mismos académicos e instituciones.

Probablemente, cuentan los viejos miedos ligados a diversas formas de Inquisición.

Algunos gobiernos sostienen que “este es el momento de dar, no de pedir”.

La autocensura permite soslayar el hecho que, curiosamente, el principio no se aplica ni a los sueldos ni a las pensiones.

Rodrigo Andrea Rivas

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